¿Quién subirá al monte de Jehová? Reflexión

¿Quién subirá al monte de Jehová? — Reflexión sobre el Salmo 15 y 24 

En cada corazón humano hay una pregunta que, aunque a veces se ignora, resuena desde la antigüedad: ¿Quién puede acercarse a Dios?. No se trata solo de un deseo de paz, sino de una necesidad profunda de reconciliación con el Creador. El salmista la formuló de manera directa en dos de los pasajes más solemnes de las Escrituras: “¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?” (Salmo 24:3).

Esta pregunta no es teórica ni poética; es una cuestión de vida o muerte espiritual. Subir al monte de Jehová no significa escalar una colina física, sino acercarse al Dios Santo en adoración, pureza y obediencia. Desde el Edén hasta el Tabernáculo, la historia bíblica está marcada por la tensión entre el anhelo humano de acercarse a Dios y la imposibilidad de hacerlo por causa del pecado.

En esta reflexión, exploraremos cómo esta pregunta ha guiado la narrativa bíblica, y descubriremos que la respuesta no radica en la fuerza humana, sino en la gracia y el plan redentor de Dios.

El peso de la pregunta: ¿Quién subirá al monte santo?

Cuando un alma llega a vislumbrar, aunque sea en parte, la inefable majestad de la santidad de Dios, el corazón se siente sobrecogido. La pregunta del Salmo 15 y 24 deja de ser un versículo más y se convierte en un llamado que exige respuesta:

¿Quién puede acercarse al Dios vivo en adoración?
¿Quién puede contemplar Su hermosura y permanecer en Su presencia?
y ¿Quién podría vivir en la casa de Dios eternamente?

El profeta Ezequiel (28:13-14) describe el Jardín del Edén como “el santo monte de Dios”, un lugar rebosante de vida y abundancia. Génesis 2:10-14 lo presenta como un jardín regado por un río que se divide en cuatro brazos para fertilizar la tierra. Allí, nuestros primeros padres vivieron en comunión con el Creador, experimentando la meta para la cual fueron creados: la intimidad con Dios.

Sin embargo, desde esa altura gloriosa, el pecado de Adán y Eva provocó una Caída devastadora. Lo que antes era un lugar de comunión se convirtió en un recuerdo distante. La humanidad fue expulsada al exilio espiritual, separada de la Presencia divina y descendida a las sombras del pecado.

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La pregunta que el salmista plantea no es, entonces, una simple curiosidad espiritual, sino un clamor que atraviesa toda la historia: ¿Quién subirá otra vez al monte santo del Señor?

La humanidad descendió del monte del Señor

Del paraíso al exilio

La Biblia nos muestra que la humanidad, creada para vivir en comunión con Dios, fue expulsada de Su presencia por causa del pecado. Lo que antes era un lugar de perfecta armonía —el monte santo de Jehová— se convirtió en un territorio prohibido.

La pregunta del salmista resuena con más fuerza: ¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Quién podrá ascender otra vez?. No olvidemos que fue Dios, nuestro Creador, quien en santa justicia nos expulsó. Así lo relata Génesis 3:24:

“Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”.

Este pasaje nos recuerda que la entrada al monte santo está protegida por la misma santidad de Dios. Cualquier intento humano de entrar por sus propios medios sería presunción y rebeldía.

La tragedia de la caída

Este exilio de la humanidad de la presencia de Dios es el acontecimiento central que impulsa toda la trama bíblica. La Caída es la catástrofe sobre la cual gira la historia de la redención. Desde ese momento, la Biblia se convierte en el relato de cómo Dios abre un camino para que el ser humano pueda volver a Su presencia.

La resolución de esta tragedia se encuentra en el Mesías prometido, quien llevó nuestros pecados en la cruz, cargó con la santa ira de Dios y, por Su obra redentora, nos conducirá nuevamente a la gloria de Su presencia.

De la meta de la creación a la meta de la salvación

Antes de la caída, la meta de la creación era que el ser humano viviera en adoración continua al Creador. Después del pecado, esa misma meta se convirtió en el objetivo de la salvación: restaurar la comunión y la adoración perdidas.

En la sabiduría inescrutable de Dios, la gloria que experimentaremos en la nueva creación superará incluso la que hubiera existido si nunca hubiésemos caído. Y esto por una razón profunda: en la eternidad, podremos cantar sobre un amor manifestado a través de la sangre del Cordero de Dios, algo que Adán en su inocencia jamás habría comprendido.

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Entre el Edén y la Nueva Jerusalén

Entre la creación original descrita en Génesis y la visión gloriosa de la Nueva Jerusalén en Apocalipsis, se desarrolla una gran historia de redención. Todas las narraciones bíblicas posteriores a Génesis 3, en mayor o menor grado, apuntan hacia la respuesta a la pregunta del salmista:

“¿Quién subirá al monte de Jehová?” (Salmo 24:3)

Este tema es el hilo conductor de las Escrituras, y seguirlo de principio a fin nos ayuda a comprender que la Biblia no es solo un conjunto de historias, sino una historia única con un propósito eterno: llevarnos de vuelta a la presencia de Dios. 

Así que… ¿Quién subirá al monte de Jehová? 

El privilegio de la Presencia divina

El relato de Génesis 2–3 nos presenta el paraíso en la cima del monte del Edén: un jardín rebosante de vida, con ríos que lo regaban y árboles frutales que sostenían a toda criatura. Pero aquellas bendiciones visibles no eran sino pálidos reflejos de la verdadera delicia: la Presencia vivificante de Dios mismo, la fuente de toda plenitud y gozo.

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La gran pregunta tras la caída

Cuando Adán y Eva pecaron, descendieron del monte del SEÑOR, alejándose de la comunión para la que fueron creados. Desde entonces, la Biblia mantiene una pregunta central: ¿Quién subirá al monte de Jehová? En otras palabras: ¿Quién podrá volver a morar en la Presencia divina?

Pero la narración bíblica, en lugar de mostrarnos una rápida restauración, revela un progresivo alejamiento:

  • Caín, tras asesinar a su hermano, se aparta “de la presencia de Jehová” y se establece “al oriente del Edén” (Gén. 4:16).
  • Lamec, descendiente de Caín, distorsiona la misericordia de Dios en licencia para la violencia (Gén. 4:23–24).
  • Finalmente, la maldad se extiende hasta que la tierra entera “se corrompió” y “se llenó de violencia” (Gén. 6:11).

El mundo que había comenzado con “En el principio…” se acerca a una sentencia irreversible: “El fin de toda carne ha venido delante de mí” (Gén. 6:13). Entonces, Dios revierte la creación: las aguas que antes separó, ahora vuelven a cubrir la tierra. Sin embargo, el relato del diluvio no se centra solo en el juicio, sino en la liberación de Noé y su casa.

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El monte santo: el único lugar de refugio

La historia del diluvio nos lanza una pregunta actual: si también se nos ha anunciado “el fin” de este mundo, ¿cómo podemos escapar del juicio? La respuesta es la misma que para Noé: el monte santo es el único lugar de refugio (Sal. 46; 48).

Cuando las aguas retroceden, un mundo renovado emerge bajo la bendición del Creador:
“Sean fructíferos y multiplíquense, y llenen la tierra”. Noé, salvo del juicio, sube a la cima de un monte —las montañas de Ararat—, rodeado en paz por todas las criaturas y, sobre todo, disfrutando nuevamente de la Presencia de Dios.

La primera acción de Noé no es buscar comida o construir una casa, sino levantar un altar y ofrecer un sacrificio agradable al SEÑOR, porque la salvación está inseparablemente ligada a la adoración.

La puerta que Dios abre… y cierra

El arca, medio divinamente revelado para escapar del juicio, se convierte en un símbolo poderoso. ¿Quién puede entrar? No fue Noé quien decidió, sino Dios quien lo llamó: “Entra en el arca, tú y toda tu casa” (Gén. 7:1). Y cuando todos estuvieron dentro, el SEÑOR cerró la puerta (Gén. 7:16).

La vida en el monte santo solo se encuentra dentro de esa puerta que Dios mismo abre y guarda. Y la razón por la que Noé entró no fue casual: “…porque te he visto justo delante de mí” (Gén. 7:1).

El carácter que Dios requiere

Génesis 6:9 describe a Noé como “justo” e “irreprensible”, las mismas cualidades que el salmista menciona: “El que anda en integridad (irreprensible) y hace justicia” (Sal. 15:2). El Salmo 24:4 añade: “El limpio de manos y puro de corazón”.

Incluso la palabra “irreprensible” se usa a menudo para referirse a los sacrificios sin defecto que podían presentarse “a la entrada del tabernáculo de reunión” (Lev. 1:3). No es coincidencia que las dimensiones del Tabernáculo guarden proporción con las del Arca: ambos eran lugares de encuentro y refugio bajo el cuidado de Dios.

Justicia… pero por gracia

La Biblia es consistente: quien suba al monte de Jehová debe andar en integridad y hacer justicia.
Sin embargo, Génesis 6:8 deja claro que la justicia de Noé no fue producto de su propio mérito:
“Noé halló gracia ante los ojos de Jehová”. Esta gracia es la misma que más tarde cubrirá a Abraham, de quien se dirá: “Creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gén. 15:6).

Con esta progresión, el texto ya prepara el terreno para mostrar que el camino de regreso al monte santo nunca será por mérito humano, sino por la gracia de Dios que justifica y salva para llevarnos nuevamente a su Presencia.

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¿Quién subirá al monte de Jehová para contemplar su hermosura?

La adoración: el camino hacia la presencia de Dios

La adoración, entendida como acercarse al Dios vivo, es el latido central de las Escrituras y el hilo que une toda su narrativa. La gran pregunta del salmista —“¿Quién subirá al monte de Jehová y permanecerá en su santo lugar?”— nos lleva a imaginar la cumbre de la morada divina, donde brilla la hermosura del Señor.

En este contexto, el relato de la Torre de Babel (Génesis 11) resulta especialmente revelador, pues expone de manera cruda el orgullo desmedido de la humanidad caída:

“Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre…” (Génesis 11:4).

La palabra “torre” (migdol en hebreo) probablemente alude a un zigurat, una especie de montaña sagrada construida por el hombre.

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El orgullo humano y su falso monte sagrado

Desde la antigüedad, muchas religiones han levantado estructuras de forma piramidal o escalonada, con nombres como “puerta del cielo” o “vínculo entre cielo y tierra”. Estas construcciones pretendían salvar el abismo entre lo sagrado y lo profano, pero en el marco bíblico, los zigurats representan el proyecto rebelde del hombre: una búsqueda de un paraíso terrenal sin la presencia de Dios.

No es casualidad que el origen de la “Ciudad del Hombre” se remonte a Caín (Génesis 4:17). El objetivo era reclamar lo que Dios había negado, intentando alcanzar por medios humanos lo que solo puede recibirse por gracia. Por eso, la respuesta de Dios ante Babel —confundir las lenguas y dispersar a los pueblos— fue tan decisiva y contundente, incluso más que el Diluvio.

En contraste, la línea de los justos está formada por peregrinos que “invocan el Nombre del Señor” (Génesis 4:26) y esperan la Ciudad celestial que descenderá por gracia (Hebreos 11:13-16; Apocalipsis 21:1-2).

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Subir solo por gracia: del Edén al Arca de Noé

La Biblia deja claro que nadie asciende por mérito propio. Incluso Adán no trepó hasta el Edén, sino que fue colocado allí por Dios (Génesis 2:15). Esta palabra implica “hacer reposar”, la misma raíz usada para describir cómo el Arca de Noé “reposó” sobre el monte Ararat (Génesis 8:4). En ambos casos, el acceso fue totalmente por gracia, no por esfuerzo humano.

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El Tabernáculo: la verdadera montaña de Dios en medio del pueblo

La antítesis de Babel en la historia bíblica es el Tabernáculo al final de Éxodo: un monte portátil que simbolizaba la presencia de Dios en medio de su pueblo. Desde la creación del cosmos (macro-templo) en Génesis hasta la construcción del Tabernáculo (micro-cosmos) en Éxodo, el movimiento es claro: de la Presencia perdida a la Presencia restaurada.

El Dios que expulsó al hombre del paraíso es el mismo que desciende para habitar entre ellos en el desierto. Entre la caída de Génesis 3 y la gloria del Tabernáculo en Éxodo 40, aparecen escenas clave como:

  • La escalera de Jacob que conecta cielo y tierra (Génesis 28:12-17).
  • El sacrificio de Isaac en el monte Moriah (Génesis 22).

Moisés y la ascensión al monte Sinaí

La narración más significativa en este punto es la del monte Sinaí. Allí, “Moisés ascendió a Dios” (Éxodo 19:3) como mediador único, mientras el pueblo recibía la advertencia de no ascender (Éxodo 19:12; 24:2). Solo Moisés, como mediador ordenado, podía subir, mostrando que el acceso al Santo estaba estrictamente regulado.

En Sinaí, la escena no era la de un jardín acogedor, sino la de una montaña envuelta en fuego y trueno, revelando la majestad y el peligro de acercarse al Dios Santo. Y sin embargo, en el sexto día, Dios llamó a Moisés para entrar en la gloria, una imagen del nuevo Adán que sube a la presencia divina.

Del Sinaí al Lugar Santísimo

Muchos han notado que el monte Sinaí y el Tabernáculo comparten la misma estructura de acceso progresivo:

  • El pueblo al pie del monte ↔ El atrio exterior.
  • Los ancianos a la parte media ↔ El lugar santo.
  • Moisés en la cima ↔ El sumo sacerdote en el Lugar Santísimo.

La entrada del sumo sacerdote una vez al año se veía como una ascensión al trono de Dios. El Lugar Santísimo, decorado con querubines, evocaba el Edén custodiado. Cuando la nube de gloria descendió sobre el Tabernáculo, se completó el cuadro: el monte de Dios ahora estaba en medio de Israel, y la adoración era el camino regulado para acercarse al Creador.

La respuesta del Salmo 24: Cristo, el que sube al monte

El Salmo 24 plantea de forma directa la misma pregunta que late desde el Edén:“¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?” (Salmo 24:3).

La respuesta no apunta a un hombre común, porque nadie por naturaleza cumple la condición: “El limpio de manos y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño” (v. 4).

Solo Jesús cumple el estándar

En toda la historia humana, solo uno ha cumplido este estándar perfectamente: Jesucristo. Él es el único verdaderamente limpio de manos —sin pecado en sus obras— y puro de corazón —sin corrupción en su ser—. Por eso, después de su muerte y resurrección, subió al monte celestial y se sentó a la diestra de Dios como el vencedor.

Pero la buena noticia del Evangelio es que su victoria se convierte en la nuestra. Él no subió para dejarnos abajo, sino para hacernos partícipes de su justicia. En Él, nosotros también podemos subir, no porque nuestras manos estén libres de pecado por esfuerzo propio, sino porque han sido lavadas en su sangre y purificadas por su Espíritu.

Así, el Salmo 24 no solo identifica al que sube, sino que proclama la entrada triunfal de Cristo y de su pueblo redimido:

“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas… y entrará el Rey de gloria” (v. 7).

Conclusión: Del exilio a la comunión eterna

La pregunta que resuena desde los días de Adán —“¿Quién subirá al monte de Jehová?”— no es un mero cuestionamiento retórico, sino la súplica de una humanidad desterrada, consciente de su incapacidad para acercarse al Dios Santo por méritos propios. Desde Génesis 3, el hombre vive a la sombra de una espada encendida, símbolo del juicio divino que impide el acceso a la vida eterna.

Pero en la plenitud del tiempo, el Hijo de Dios hecho hombre ascendió no solo al monte de Jerusalén, sino al monte de la cruz, llevando sobre sí nuestra culpa y soportando la ira que nos correspondía. Allí, la espada del juicio cayó sobre Él, abriendo así un nuevo y vivo camino hacia la presencia de Dios.

Ahora, la invitación que antes parecía imposible es proclamada con gracia:

“Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).

Por medio de Cristo, no solo volvemos al monte del Señor, sino que lo hacemos con una gloria aún mayor que la que Adán conoció, porque la nueva creación será escenario de una comunión sellada para siempre por la sangre del Cordero. Allí, ya no habrá querubines con espadas para impedir el paso, sino ángeles que celebrarán la reunión eterna de Dios con su pueblo.

Hasta ese día, vivimos con la mirada fija en Aquel que nos abrió el camino. La historia que comenzó con un “Echó, pues, fuera al hombre” terminará con un “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres” (Apocalipsis 21:3). Y entonces, la pregunta ya no será “¿Quién subirá al monte de Jehová?”, sino la declaración gozosa: “¡Estamos en su monte, para siempre!”

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